El príncipe Felipe de Edimburgo, fallecido este viernes a los 99 años de edad, pasó más de seis décadas a la sombra de su esposa, la reina Isabel II, con gran lealtad y una propensión a mostrarse poco respetuoso de lo políticamente correcto.
“Es mejor desaparecer que alcanzar la fecha de caducidad”, dijo hace unos años con su particular sentido del humor.
SSu esposa, que llegó al trono en 1952, batió todos los récords de longevidad como monarca, Felipe fue el consorte que más años ostentó ese honor. Lo era desde 2009, cuando superó a Carlota, la esposa de Jorge III.
“Es mi roca. Ha sido mi fuerza y mi sostén”, dijo una vez la reina, poco proclive a hacer demostraciones de cariño en público.
En 2017 se retiró de las actividades públicas luego de haber participado en más de 22.000 actos oficiales. Sin embargo, su principal valor fue ser el único hombre del mundo en tratar a la reina como un ser humano, de igual a igual, explicó una vez Lord Charteris, exsecretario privado de la monarca.
Alto y tieso, siempre detrás de la reina como exige el protocolo, Felipe asumió con mejor o peor disposición su papel de secundario.
El monarca admitió en alguna oportunidad que le hicieron falta años de aprendizaje para encontrar su lugar a la sombra de Isabel II y en el corazón de los británicos. Sin embargo, luego disfrutó de un alto índice de popularidad, al igual que su esposa.
A menudo intentó salirse con la suya, pero acabó entrando en razón.
Como en enero de 2019, cuando un accidente de tráfico reveló que seguía conduciendo a los 97 años. Pese a las críticas, volvió a tomar el volante dos días después y sin llevar el cinturón de seguridad. Pero tres semanas más tarde cedía a la presión y entregaba su permiso de conducir.
Una tribu de Vanuatu llegó a venerarlo como una divinidad ligada a los espíritus del volcán Yasur.
Su temperamento fue efectivamente volcánico, sin ninguna consideración por lo políticamente correcto, aunque en los últimos años se calmó.
En una ocasión, un niño le confesó que quería ser astronauta y el duque le respondió que estaba demasiado gordo para volar.
Cuando se le preguntó si le gustaría visitar la Unión Soviética, dijo: “Me encantaría visitar Rusia, aunque esos cabrones asesinaron a la mitad de mi familia” (en alusión a la suerte de los Romanov).
Su entorno le oyó maldecir mil veces su suerte, gruñir contra la pérdida de valores o contra las locuras de sus cuatro hijos en los años 1980, y hasta contra “los malditos chuchos” de la reina, siempre pegándosele a las piernas.
“La gente tiene la impresión de que al príncipe Felipe no le importa nada lo que piensen de él y tienen razón”, dijo el ex primer ministro Tony Blair en sus memorias.
De ascendencia alemana, el duque nació príncipe de Grecia y Dinamarca, el 10 de junio de 1921 en la isla griega de Corfú. Era el quinto hijo de Alicia de Battenberg y Andrés de Grecia. La familia huyó meses después, cuando se proclamó la república helénica y se refugió cerca de París.
Su padre era asiduo de los casinos de Montecarlo. La madre, depresiva, ingresó en un convento. Felipe tenía 10 años. Dejado en manos de parientes lejanos, frecuentó colegios en Francia, Alemania y Gran Bretaña hasta terminar en un austero internado escocés.
Ingresó luego en la Marina Real británica y participó activamente en los combates durante la Segunda Guerra Mundial en el océano Índico y el Atlántico.
Era un apuesto joven de 18 años cuando conoció a Isabel antes de la guerra. Lilibet, como la apodaba su madre, tenía 13 años y se enamoró. Se casaron ocho años más tarde, el 20 de noviembre de 1947. Felipe, nombrado duque de Edimburgo, tuvo que renunciar a sus títulos de nobleza anteriores y a su religión ortodoxa.
En febrero de 1952, la muerte prematura de su suegro, el rey Jorge VI, marcó el fin de su carrera de oficial en la Marina e inauguró la de príncipe consorte que le siguió el resto de su vida.